¿Quería Dios la muerte de su propio Hijo?
No se llegó a la muerte violenta de Jesús por desgraciadas circunstancias externas. Jesús fue «entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto». Para que nosotros, hijos del pecado y de la muerte, tengamos vida, el Padre del Cielo «a quien no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro». La grandeza del sacrificio que Dios Padre pidió a su Hijo corresponde sin embargo a la grandeza de la entrega de Cristo: «y ¿qué diré?: ‘Padre, líbrame de esta hora’. Pero si por esto he venido, para esta hora». Por ambas partes se trata de un amor que se demostró hasta el extremo en la Cruz.
Para librarnos de la muerte, Dios se lanzó a una misión arriesgada: introdujo en nuestro mundo de muerte una «medicina de la inmortalidad» (san Ignacio de Antioquía): su Hijo Jesucristo. El Padre y el Hijo eran aliados inseparables en esta misión, dispuestos y deseosos de asumir sobre sí lo máximo por amor al hombre. Dios quería llevar a cabo un intercambio para salvarnos para siempre. Quería darnos su vida eterna, para que gocemos de su alegría, y quería sufrir nuestra muerte, nuestra desesperación, nuestro abandono, para estar en comunión con nosotros en todo. Para amarnos hasta el final y más allá. La muerte de Cristo es la voluntad del Padre, pero no su última palabra. Desde que Cristo murió por nosotros, podemos cambiar nuestra muerte por su vida.