La eutanasia en sentido propio, es decir, toda acción u omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor, constituye siempre un homicidio, gravemente contrario a la ley de Dios.
En cambio, no son eutanasia propiamente dicha y, por tanto, son moralmente aceptables la administración adecuada de calmantes (aunque ello tenga como consecuencia el acortamiento de la vida) o la renuncia a terapias desproporcionadas (al llamado encarnizamiento terapéutico), que retrasan forzadamente la muerte a costa del sufrimiento del moribundo y de sus familiares. La muerte no debe ser causada, pero tampoco absurdamente retrasada. Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. La legalización de la eutanasia es inaceptable no sólo porque supondría la legitimación de un grave mal moral, sino porque crearía una intolerable presión social sobre los ancianos, discapacitados o incapacitados y todos aquellos cuyas vidas pudieran ser consideradas por alguien como de «baja calidad» y/o como una carga social. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por eso, deben ser promovidos.