En muchos pasajes de la Sagrada Escritura Dios se muestra como el misericordioso, especialmente en la parábola del hijo pródigo, en la que el padre sale al encuentro del hijo perdido y lo acoge sin condiciones, para celebrar con él una fiesta del reencuentro y de la reconciliación.
Ya en el Antiguo Testamento dice Dios por medio del profeta Ezequiel: «Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva». Jesús ha sido enviado «a las ovejas descarriadas de Israel», y sabe que «no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos». Por eso come con publicanos y pecadores, antes de, al final de su vida terrena, interpretar incluso su muerte como iniciativa del amor misericordioso de Dios: «Ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados».