noviembre 23, 2024

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Salmo 78 – ¡Cuántas veces tentaron a Dios!

Salmo 78 - ¡Cuántas veces tentaron a Dios! | pueblo enseñanza | enigmas

Salmo 78
¡Cuántas veces tentaron a Dios!

Poema de Asaf.

Escucha, pueblo mío, mi enseñanza;
inclina el oído a las palabras de mi boca:
que voy a abrir mi boca a las sentencias,
para que broten los enigmas del pasado.

Lo que oímos y aprendimos,
lo que nuestros padres nos contaron,
no lo ocultaremos a sus hijos,
lo contaremos a la futura generación:
las alabanzas del Señor, su poder,
las maravillas que realizó;
porque él estableció una norma para Jacob,
dio una ley a Israel.

Él mandó a nuestros padres
que lo enseñaran a sus hijos,
para que lo supiera la generación siguiente,
los hijos que nacieran después.

Que surjan y lo cuenten a sus hijos,
para que pongan en Dios su confianza
y no olviden las acciones de Dios,
sino que guarden sus mandamientos;
para que no imiten a sus padres,
generación rebelde y pertinaz;
generación de corazón inconstante,
de espíritu infiel a Dios.

Los arqueros de la tribu de Efraín
volvieron la espalda en la batalla.
No guardaron la alianza de Dios,
se negaron a seguir su ley,
echando en olvido sus acciones,
las maravillas que les había mostrado,
cuando hizo portentos a vista de sus padres,
en la tierra de Egipto, en el campo de Soán.

Hendió el mar para darles paso,
sujetando las aguas como muros;
los guiaba de día con una nube,
de noche con el resplandor del fuego.

Hendió la roca en el desierto,
y les dio a beber raudales de agua;
sacó arroyos de la peña,
hizo correr las aguas como ríos.

Pero ellos volvieron a pecar contra él,
y en el desierto se rebelaron contra el Altísimo:
tentaron a Dios en sus corazones,
pidiendo una comida a su gusto;
hablaron contra Dios: «¿Podrá Dios
preparar una mesa en el desierto?

Él hirió la roca, brotó agua
y desbordaron los torrentes;
pero ¿podrá también darnos pan,
proveer de carne a su pueblo?».

Lo oyó el Señor, y se indignó;
un fuego se encendió contra Jacob,
hervía su cólera contra Israel,
porque no tenían fe en Dios
ni confiaban en su auxilio.

Pero dio orden a las altas nubes,
abrió las compuertas del cielo:
hizo llover sobre ellos maná,
les dio pan del cielo;
y el hombre comió pan de ángeles,
les mandó provisiones hasta la hartura.

Hizo soplar desde el cielo el levante,
y dirigió con su fuerza el viento sur;
hizo llover carne como una polvareda,
y volátiles como arena del mar;
los hizo caer en mitad del campamento,
alrededor de sus tiendas.

Ellos comieron y se hartaron,
así satisfizo su avidez;
pero, con la avidez recién saciada,
con la comida aún en la boca,
la ira de Dios hirvió contra ellos:
mató a los más robustos,
doblegó a la flor de Israel.

Y, con todo, volvieron a pecar,
y no dieron fe a sus milagros:
entonces consumió sus días en un soplo,
sus años en un momento.

Y, cuando los hacía morir, lo buscaban,
y madrugaban para volverse hacia Dios;
se acordaban de que Dios era su roca,
el Dios altísimo su redentor.

Lo adulaban con sus bocas,
pero sus lenguas mentían:
su corazón no era sincero con él,
ni eran fieles a su alianza.

Él, en cambio, sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía:
una y otra vez reprimió su cólera,
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna.

¡Qué rebeldes fueron en el desierto
enojando a Dios en la estepa!
Volvían a tentar a Dios,
a irritar al Santo de Israel,
sin acordarse de aquella mano
que un día los rescató de la opresión.

Cuando hizo prodigios en Egipto,
portentos en el campo de Soán.
Cuando convirtió en sangre los canales
y los arroyos para que no bebieran;
cuando les mandó tábanos que los picasen
y ranas que los hostigasen;

cuando entregó a la langosta sus cosechas
y al saltamontes el fruto de sus sudores;
cuando aplastó con granizo sus viñedos,
y con escarcha sus higueras;
cuando entregó sus ganados al pedrisco,
y al rayo sus rebaños.

Cuando lanzó contra ellos el incendio de su ira,
su cólera, su furor, su indignación,
enviándolos como siniestros mensajeros.
Dio curso libre a su ira:
no los salvó de la muerte,
entregó sus vidas a la peste;
cuando hirió a los primogénitos en Egipto,
a las primicias de la virilidad en las tiendas de Cam.

Sacó como un rebaño a su pueblo,
los guio como un hato por el desierto,
los condujo seguros, sin alarmas,
mientras el mar cubría a sus enemigos.

Los hizo entrar por las santas fronteras,
hasta el monte que su diestra había adquirido;
ante ellos rechazó a las naciones,
les asignó por suerte su heredad:
instaló en sus tiendas a las tribus de Israel.

Pero ellos tentaron al Dios altísimo y se rebelaron,
negándose a guardar sus preceptos;
desertaron y traicionaron como sus padres,
fallaron como un arco engañoso;
con sus altozanos lo irritaban,
con sus ídolos provocaban sus celos.

Dios lo oyó y se indignó
y rechazó totalmente a Israel;
abandonó su morada de Siló,
la tienda en que habitaba con los hombres;
abandonó sus valientes al cautiverio,
su orgullo a las manos enemigas;

entregó su pueblo a la espada,
encolerizado contra su heredad;
el fuego devoraba a los jóvenes,
y sus doncellas no llegaron a casarse;
los sacerdotes caían a espada,
y sus viudas no los lloraban.

Pero el Señor se despertó como de un sueño,
como un soldado vencido por el vino:
hirió al enemigo en la espalda
infligiéndole una derrota perdurable.

Repudió las tiendas de José,
no escogió la tribu de Efraín;
escogió la tribu de Judá
y el monte Sión, su preferido.
Construyó su santuario como el cielo,
como la tierra, que cimentó para siempre.

Escogió a David, su siervo,
lo sacó de los apriscos del rebaño;
de andar tras las ovejas, lo llevó
a pastorear a su pueblo, Jacob;
a Israel, su heredad.

Los pastoreó con corazón íntegro,
los guiaba con mano inteligente.

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